Se puede decir y afirmar que en nuestra gastronomía mexicana existen algunos platillos emblemáticos, que por la larga tradición que los sustenta y su gran popularidad, han logrado representar al país en todas sus regiones y en el extranjero. Son las cumbres de la cordillera culinaria nacional, que para conquistarlas se debe realizar un gran esfuerzo pero, sobre todo, tener la firme convicción y la claridad para prepararlas. Los chiles en nogada, los pozoles y el mole en todas sus variantes, son símbolos de nuestro país y parte de nuestra identidad. Ya algunos asociados, en ocasiones anteriores, incursionaron y conquistaron estas cumbres con éxito rotundo, pero nos faltaba un montaña por escalar y esa era la del mole… el sacrosanto molli, alimento de los dioses, el maná que nos arrojó un día el cielo. De este exquisito plato les cuento una anécdota. Un hermano del chef franco mexicano, Obey Ament, llevó de Oaxaca a París unos molitos que este le encargó y después de prepararlos para sus amigos galos, resultó que no a toda la concurrencia le gustó por igual el mole oaxaqueño. Extrañado por tan bizarro resultado, el hermano del cocinero lo apartó de aquellos invitados y en lo obscurito le preguntó: ¿Oye, Obey, pero a poco hay gente a la que no le gusta el mole?
Yo, como el, siempre me hago la misma pregunta cuando alguien me dice que no le enloquece el mole. Por eso se alegró mi espíritu, cuando leí la excelsa palabra impresa en el menú que el domingo pasado nos ofrecieron los Hernández Aragón y que a continuación transcribo para ustedes: adobera con chipotle y totopos de maíz negro, caldo de hongos con epazote (un plato que nos transportó mentalmente a las frías llanuras de La Marquesa, en el estado de México) y, por supuesto, un Mole almendrado de Puebla acompañado de arroz, frijolitos y rajas. Y lo escribo así, con mayúscula, porque este plato si que lo merece. Obliga aclarar que este sabroso mole se preparó desde sus cimientos, esto es, tostando, moliendo y friendo más de veinticinco ingredientes (el pollo era el vigésimo sexto), lo cual agiganta el mérito de los Hernández Aragón que no se permitieron tomar la prosaica vía de cocinarlo a partir de una pasta preparada, como suelen hacerlo casi todos los mortales. Es por ello que felicitamos calurosamente a nuestros amigos por habernos llevado de la mano hasta otra de las altas cumbres de la espléndida cocina mexicana.
Yo, como el, siempre me hago la misma pregunta cuando alguien me dice que no le enloquece el mole. Por eso se alegró mi espíritu, cuando leí la excelsa palabra impresa en el menú que el domingo pasado nos ofrecieron los Hernández Aragón y que a continuación transcribo para ustedes: adobera con chipotle y totopos de maíz negro, caldo de hongos con epazote (un plato que nos transportó mentalmente a las frías llanuras de La Marquesa, en el estado de México) y, por supuesto, un Mole almendrado de Puebla acompañado de arroz, frijolitos y rajas. Y lo escribo así, con mayúscula, porque este plato si que lo merece. Obliga aclarar que este sabroso mole se preparó desde sus cimientos, esto es, tostando, moliendo y friendo más de veinticinco ingredientes (el pollo era el vigésimo sexto), lo cual agiganta el mérito de los Hernández Aragón que no se permitieron tomar la prosaica vía de cocinarlo a partir de una pasta preparada, como suelen hacerlo casi todos los mortales. Es por ello que felicitamos calurosamente a nuestros amigos por habernos llevado de la mano hasta otra de las altas cumbres de la espléndida cocina mexicana.